* Margarita Luna Ramos/ EL UNIVERSAL
La cuna de Jaime Sabines Gutiérrez fue el hermoso estado de Chiapas. Lugar donde la naturaleza despliega su majestuosidad sin reservas. Un tapiz vivo de verdes intensos y aguas cristalinas que serpentean a través de montañas y selvas. Hablar de Chiapas es recorrer el cañón del Sumidero, deleitar la vista con el colorido de sus lagos de Montebello, recibir la humectante brisa de sus múltiples cascadas, disfrutar de pueblos mágicos como el bello San Cristóbal de las Casas y de su pintoresco paisaje natural.
La existencia de Jaime Sabines comenzó y concluyó en el mes que trae consigo el renacer de la primavera. En la capital del estado, Tuxtla Gutiérrez, nació un 25 de marzo de 1926 y falleció un 19 del mismo mes en el año de 1999. Esta dualidad de la vida y la muerte en un mismo ciclo lunar, refleja de manera simbólica la esencia de su obra, donde la belleza y el dolor coexisten en un delicado equilibrio.
Jaime Sabines creció en el seno de una familia donde la literatura ocupaba un lugar primordial. Su padre, un apasionado de las letras, fue la primera gran influencia en su inclinación literaria. Aunque comenzó estudios de medicina, pronto se hizo evidente que su verdadera pasión no estaba en los hospitales, sino entre versos y metáforas. Revelación que le llevó a interrumpir su carrera médica y a seguir el llamado de su vocación. Sabines ingresó a la Facultad de Filosofía de la UNAM. Aunque por razones fortuitas no concluyó su carrera, éste fue el taller que comenzó a moldear su voz poética, marcando el inicio de su destacada carrera como uno de los poetas más queridos y respetados de nuestro país.
Sabines buscó encontrar el sentido de la existencia con palabras simples, pero cargadas de profundidad. “Horal”, escrita en 1950, fue su primer aliento poético, marcó el inicio de una jornada literaria donde cada poema palpita con vida propia. Fue en obras como “Tarumba” y “Yuria/ Poemas sueltos”, donde su voz se elevó sobre el panorama literario, como un árbol robusto.
La poesía de Sabines es un espejo donde se reflejan el amor, la muerte, el deseo y la soledad. Versos como los escritos en “Los amorosos”, que resuenan en el corazón de quienes buscan entender ese hermoso sentimiento que es el amor.
En su poema “La luna”, Sabines muestra esa habilidad única de transformar lo cotidiano en algo sublime. Invita a una reflexión sobre la existencia misma, envuelta en una capa de humor y ligereza.
Sabines fue un observador de la vida, un cronista de las emociones humanas. Su poema escrito por el fallecimiento de su padre, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, revela una relación personal con el fin, y ofrece un consuelo, un entendimiento que sólo puede venir de alguien que ha mirado a los ojos del dolor.
Octavio Paz, entre otros escritores contemporáneos, vio en Sabines no sólo al poeta, sino a un revelador de verdades, un maestro de la condición humana.
Según la Enciclopedia de la Literatura en México, Rogelio Guedea señala que la obra de Sabines se encuentra en un lugar privilegiado en la tradición poética de la lengua española, aun cuando poco se le conoce fuera de México. Su estilo puede clasificarse dentro de la vertiente poética denominada “coloquialista” o “conversaciones”, en la que también ubican, entre otros, a Mario Benedetti, Roque Dalton, Pedro Mir.
Jaime Sabines dejó un mundo de poemas que aún respiran, que siguen viviendo en quienes los leen y los sienten. Cada verso escrito con palabras sencillas, pero profundamente reflexivas, es un refugio para los corazones enamorados, para las almas tristes, para los buscadores de la belleza.
* (Ministra en retiro de la SCJN)