Tubo de ensayo

31/mayo/2024

René Delios

 

Tiene décadas que se habla de la corrupción en México y de su enorme daño social y político al país.

 

Se ha dicho que se trata de la alteración más grave y contagiosa que pueden padecer los responsables de las instituciones, confabulados con varias personas incluso fuera de éstas –proveedores, contratistas, etcétera-, y en común acuerdo instrumenten y manejen el sector público a su antojo en beneficio propio o ajeno a los intereses de sus funciones.

 

Dicen los que saben que “ésta corrupción arrasa a las corporaciones privadas si los gestores las administran imponiendo intereses particulares, defraudatorios, frente a los de la sociedad o sus socios. También existen situaciones mixtas, donde lo público y lo privado se entrecruzan constantemente. Es el caso de las fundaciones como, por ejemplo, las Cajas de Ahorros, prácticamente inexistentes en la actualidad”.

 

Y sí, tiene razón la Función Pública cuando habla de la poca credibilidad de los ciudadanos en los funcionarios públicos, y hablan de la podredumbre institucional, pero ante las denuncias, la interpretación judicial del caso suele ser invidente.

 

Por años el régimen político fue escasamente democrático, nació subordinado a familias o grupos políticos que lo manipulaban a su antojo, con irrelevantes variaciones desde hacía casi 80 años.

 

Esto ha impactado en el otro escenario: la democracia: ésta tiene el virus de la corrupción política, y sus integrantes, que el pueblo llama “clase política”, la refiere no como si se tratara de otra casta, sino de una caterva los corruptos, bien ubicados en esa acepción despectiva.

 

De este modo, la democracia cede frente a los intereses de aquellos para quienes lo público es un fértil territorio de impunidad y codicia patrimonial. Va a ser difícil en tales circunstancias tender hacia un sistema efectivo de libertades, armonizado por la igualdad de derechos y oportunidades.

 

Y es que la corrupción engloba actividades fuera de la ley, que por obvias razones se llevan a cabo en la opacidad, por tal motivo, la mayoría de estos reportes tasan dicho fenómeno con base en registros de percepción generada a partir, principalmente, de casos mediatizados. No obstante, la validez de estos informes es incuestionable y deben tomarse como una seria llamada de atención de los gobiernos, señala un estudio de los tantos publicados sobre el particular.

 

¿Pero hasta dónde va ese combate a la corrupción? ¿Cómo evaluarlo?

 

Por ejemplo: no hay nada con relación a los supuestos abusos en lo que iba a ser el Aeropuerto de Texcoco, luego de 23 auditorías en la que no aparecieron nombres.

 

¿Y luego?

 

Y así en sucesivos casos en lo que va de la presente administración, que chica mucho con el poder judicial, cuyo maquillaje de honestidad tampoco engaña a la opinión pública.

 

Se aplaude que se busque la asignación y uso transparente de los recursos, pero hay miles que están gozando de impunidad aún el daño hecho, y lo peor: no pocos de los otrora beneficiados por “el sistema”, hasta se quejan de que vayan terminando los excesos, las dádivas, las mercedes y los privilegios.

 

Aún vemos los excesos en la administración pública -por hablar de otro poquito de lo mucho que sigue-, en los funcionarios de alto nivel que usan unidades, chófer y combustible a costa del erario, cosa que no pasa con los demás asalariados adscritos a sus oficinas, que se transportan por sus propios medios al trabajo aún su percepción sea mucho menor.

 

Y hablamos solo de uno de los privilegios -imaginen lo restante- que se traduce en miles de unidades -hasta lujosas- que usan funcionarios no operativos, no de campo, en las instituciones federales y estatales del país.

 

¿Cuánto cuesta eso al año?

 

Desde luego que falta y bastante para sanear esos malos hábitos institucionales, excesos que bien pueden solventar esos funcionarios con sueldos arriba de los 30 mil pesos mensuales.

 

¿O no?