Rosario Castellanos, la poeta de alcances insospechados, vivió y murió en ruta viajera, han escrito Margarita Tapia y Luz Elena Zamudio, estudiosas de su obra.
Nació de viaje por la Ciudad de México el 25 de mayo de 1925. Creció en Comitán, Chiapas; volvió a la gran ciudad a estallar en su apabullante vida cultural, deambula por la Europa de la posguerra durante casi un año de estudios filosóficos y, a su vuelta, durante la década del 50, viaja por su Chiapas profundo, dando forma a la iniciativa del Instituto Nacional Indigenista. Conocerá Sudamérica como escritora invitada, tratará de adaptarse al midwest estadounidense como profesora invitada a finales de los 60, morirá cerca de las playas de Tel Aviv.
Fue una escritora que no conoció declive, dice Aralia López González, exalumna suya y hoy profesora de la UAM Iztapalapa. María Luisa La China Mendoza, amiga y admiradora irredenta de la obra de Castellanos, la recuerda como una feria mexicana: “Contagiaba de su alboroto por la vida”, cuenta. Y así se lo llegó a confesar a su amiga y también poeta Dolores Castro, con quien compartió su juventud, y que hoy, a sus 92 años, sigue atesorando los episodios que vivió con la poeta y, al preguntarle cómo se imagina que pudiera ser Castellanos hoy, a los 90 años, no duda en suponer que sería una mujer triunfante, plena, completamente realizada en la literatura, y que por supuesto seguiría dando clases, trabajando en nuevos proyectos. “Ella siempre imponía el deber a su existencia”, Castro confiesa emocionada.
Su otro gran amigo, Raúl Ortiz y Ortiz, traductor invencible de la gran novela de Malcolm Lowry al español, enérgico confidente de la segunda parte de la vida de Castellanos, coincide. Si Rosario viviera hoy estaría apurada concluyendo otra novela, más cuentos, un artículo, su editorial semanal: “Ya hubiera tenido el tiempo que siempre necesitó para lamerse las heridas, que hubiera traducido en poesías más lacerantes que las que escribió la última parte de su vida”. Ella, piensa Ortz y Ortiz, finalmente formaría parte del Colegio Nacional, después de la mala jugada que le hizo en su momento el doctor Ignacio Chávez (al ponderar a su yerno Jaime García Terrés sobre las cualidades de Castellanos), seguirían viendo películas juntos, ahora ya en casa, y no dejarían de comer papadzules, que tanto le gustaban a la poeta.
Castellanos sigue vendiendo muchos libros, particularmente de su obra poética, “pero de su lectura no queda aún testimonio de que se le haya comprendido”, dirá más tajante Eduardo Mejía, quien a mediados de la década del 90 acompasó el nuevo aire que vivió la obra de Rosario después de que el subcomandante Marcos confesara en varias entrevistas que parte del proyecto armado del EZLN había surgido de la lectura de Balún Canán (1957, Premio Chiapas 1958), Ciudad Real (1960, Premio Xavier Villaurrutia 1961) y Oficio de tinieblas (1962, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1963).
Hoy se estudia a Castellanos exclusivamente en la academia, y se le tiene como un emblema culto, casi intocable, en Comitán, Chiapas (donde están por inaugurar un museo y centro de estudios en su honor). Su nombre, institucionalmente hablando, es sinónimo de la noble promoción de la lectura. Y a pesar de todo lo gris que pueda seguir atrayendo su efigie de cejas arqueadas, Dolores Castro la recordará siempre hecha un agasajo de carcajadas, y espera, piensa para sí en voz alta, que haya alcanzado la paz que tanto pretendió, de alguna u otra forma.