Editorial

3/diciembre/2020

 

No había nada como el informe y la celebración de un año más de gobierno, para el despliegue del presidencialismo en México, y guardando las proporciones, en los estados de la República.

 

En el ámbito federal, el despliegue comprendía invitados especiales de todas las latitudes, exaltación al culto a la personalidad del mandatario, en la que cada sector, medio informativo, grupo u organización de la que fuera, hacía lo necesario por hacer notar su lealtad al presidente o gobernador en su caso.

 

Eso terminó.

 

Eso es bueno en términos de imagen, aunque el triunfalismo característico del presidencialismo, se mantiene: nada está mal; todo va perfecto, y eso no es cierto.

 

No está el país al cien, como sería lo deseado, aunque es cierto que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, sacudió las estructuras del Estado mexicano, aún las diferencias que generó incluso con no pocos de sus colaboradores que incluso renunciaron al proyecto de “Primero la gente” o 4T, y la oposición tremenda ante la pérdida de mercedes y privilegios de las oligarquías.

 

Propone un México: “justo, una sociedad mejor”.

 

Pero eso no se logra por decreto.

 

Todos los mexicanos tienen que trabajar en eso, de manera transparente, por supuesto, pues es difícil que se logre a través de becas u otros apoyos al pueblo.

 

Debe ser con la iniciativa privada, la que va respondiendo poco a poco, ya lejos del esquema de “gobierno populista” como trataron de hacer creer a una mayoría que voto por él.

 

Los programas sociales son el eje popular -aunque no se diga la palabrita oficialmente- del gobierno de López Obrador, operados fundamentalmente por la Secretaría del Bienestar, que en este 2020, ejerce un presupuesto récord de 181 mil millones de pesos, el que aún el presupuesto “austero”, se incrementa para 2021.